Prólogo

Créditos de la foto: Jonathan Bachman.

Laura Ponce, además de ser la editora de Ayarmanot desde hace más de diez años, es la mayor referente de la ciencia ficción en Argentina. Publicar con ella fue un privilegio, y que escribiera un prólogo como este para la novela, es una prueba contundente.


Todo libro es político, dicen por ahí; pero algunos lo son más decididamente que otros.
Cuando H. G. Wells escribió La máquina del tiempo, publicada en 1895, estaba en medio de la Segunda Revolución Industrial. Se desarrollaba el mayor conjunto de transformaciones económicas, tecnológicas y sociales desde el Neolítico, el paso de una economía rural basada en la agricultura y el comercio a una economía urbana, industrializada y mecanizada. Wells escribió una obra moralizadora, un llamado de atención frente a la especialización laboral y la gran diferencia entre la dos nuevas clases sociales, el proletariado y la burguesía, que podría conducir a la deshumanización de ambas: en el año 802.701, los morlocks son brutales, pero los eloís no son capaces de valerse por sí mismos ni de conmoverse siquiera frente al sufrimiento ajeno.
Cuando George Orwell escribió 1984, publicada en 1949, imperaba el nuevo orden surgido de la Segunda Guerra Mundial, que había terminado poco antes; las dos superpotencias vencedoras, los Estados Unidos y la Unión Soviética, con sistemas políticos, sociales y económicos enfrentados, se habían dividido el planeta y se medían en ese estado de tensión bélica continúa conocido como Guerra Fría. Orwell estaba muy influenciado por sus experiencias en la Guerra Civil Española y la fuerte impresión que le causaron las checas, centros de detención y tortura del Frente Popular, que visitó en Barcelona. 1984 presenta una extrapolación de prácticas del comunismo e introdujo los conceptos de la “corrección” de la historia, el estado de vigilancia permanente, la ubicua policía del pensamiento y la neolengua, adaptación del idioma en la que se reduce y se transforma el léxico con fines represivos, basándose en el principio de que lo que no forma parte de la lengua, no puede ser pensado. La “reescritura del pasado”, el trabajo de Winston Smith en el Ministerio de la Verdad, era práctica habitual en la Unión Soviética, además de las mentiras habituales en la propaganda de guerra. Por desgracia, puede trazarse un paralelismo creciente entre la sociedad en la que vivimos y una sociedad donde se manipula la información y se practica la vigilancia masiva y la represión política y social.
Cuando William Gibson escribió Neuromante, publicada en 1984, el mundo estaba cambiando otra vez. La Unión Soviética languidecía y los Estados Unidos no eran los mismos después de perder la Guerra de Vietnam, Japón se alzaba como potencia industrial y tecnológica, la económica real caía frente a la economía financiera y el desempleo se hacía sentir; ya se anticipaba la crisis del petróleo. Gibson escribió sobre este mundo ciberpunk donde los estados se desdibujan y las fronteras pierden sentido frente al poder de las corporaciones multinacionales, un mundo de capitalismo salvaje. Escribió sobre ciudades atestadas y contaminadas, sobre la publicidad, el consumo y el desencanto, y ese nuevo territorio a conquistar: el ciberespacio. Anticipó la dimensión extra que nos dio internet, la realidad virtual, la posibilidad de estar hiperconectados, y también la de ser manipulados como nunca antes. Ahora existen los medios técnicos para hacer posible aquello sobre lo que alertaba Orwell, y nos entregamos a esos medios con entusiasmo, aceptamos la vigilancia con la excusa de la seguridad, resignamos queja por comodidad, brindando toda la información posible sobre nosotros mismos, dónde vamos, qué hacemos, con quiénes, borrando cada vez más el límite de lo privado, compartiendo incluso lo más íntimo, aterrados de quedar afuera, aterrados de ser invisibles, en un estado de semieuforia, sumergidos en lo inmediato y en lo efímero, donde es cada vez más difícil experimentar sentimientos verdaderos. Entretenidos. Mientras el mundo se vuelve un lugar cada vez más oscuro.
Orwell advertía que nos encaminamos al totalitarismo, a un futuro sin emociones, excepto el temor, la rabia, el triunfo y la autohumillación; un mundo sin libertad, en el que se controlará incluso la sexualidad y no habrá lealtad salvo la lealtad al partido o a la institución, pero donde siempre existirá la intoxicación del poder, la sensación de victoria al pisotear a un enemigo indefenso.
La ciencia ficción siempre ha propuesto el futuro cuestionando el presente, interrogándonos sobre nuestras expectativas y temores más profundos frente a lo que vendrá, alertándonos sobre el resultado más lógico de las tendencias actuales. Pero ya no se trata de un lugar lejano o del año 802.701, ni de cien o siquiera treinta años hacia adelante. El futuro nos alcanza y parece que el mundo en el que trascurren estas pesadillas se hace más y más cercano y reconocible, se nos viene encima; para comprobarlo, basta con darle una mirada a los portales de noticias en estos tiempos de manipulación y posverdad, donde en los últimos días ha habido anuncios realmente inquietantes.
De todo eso habla Stoupakis, esta novela de Nahuel Fernández Etlis. Brenda Stoupakis es miembro de la Fuerza Policial Ciudadana en una Buenos Aires degradada, empobrecida y fascista. En ese futuro cercano de publicidad omnipresente, drogas virtuales y agitación social, la homosexualidad es delito, la trata de personas y los negocios con narcos están a la orden del día, la represión se vuelve cada vez más brutal, y la obediencia puede costar muy cara.
La novela comienza con un arresto, allí donde termina el cuento “Agente Stoupakis”, y a partir de eso despliega un universo enorme, complejo, abigarrado, lleno de detalles y sentidos, en ese barroco sucio tan propio del ciberpunk; un universo que envuelve hasta asfixiar, que puede ponerse realmente incómodo.
Stoupakis se inscribe en la rica tradición de estas distopías, es crítica social y política, es prospectiva tecnológica y cultural, pero también es la historia de Brenda, una mujer que intenta construir nuevas lealtades. Como la mejor ciencia ficción, propone un viaje, y nadie que se interne en su trama podrá permanecer indiferente.

Laura Ponce
Buenos Aires, julio de 2018

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