Agente Stoupakis (cuento)
Me transpiran las manos, el arma intenta resbalarse.
El uniforme, casi una armadura, se vuelve sofocante y cada vez más pesado. Lo
mismo con el casco. Estoy tan incómoda que me pongo furiosa.
Cheko carga la pistola con su agilidad
característica. Siempre fue el más brillante. Tobías y Aro son lentos y torpes
aún. Cheko me mira: decisión en sus ojos de simio. Esos ecologistas de mierda
deberían presenciar este momento. Siempre dicen que los chimpancés tienen
mirada humana, como para hacernos creer que son algo más que monos. Incluso con
sus uniformes se nota que no es así.
Me suena la alarma del neuro: hora de la pastilla.
Qué oportuna, carajo; justo en medio de un operativo. Bueno, no va a pasar nada
si la tomo en un rato.
Aro se posiciona a la izquierda de la puerta del
departamento, Cheko a la derecha, Tobías los cubre. Yo estoy atrás de los tres.
Como única humana del operativo, es mejor mantener una posición más alejada y
no correr un riesgo estúpido. De todas formas, me parece un desperdicio de
presupuesto usar a tres panchos en una redada. Del otro lado de la puerta
podría haber chicle volátil, y a la mierda los monos. La plata puesta en su
gestación artificial y su entrenamiento, al inodoro.
Dejá de pensar, Brenda. No es asunto tuyo.
Me llega un mail al neuro. Lo archivo antes de que
empiece a joder la notificación sonora.
Los panchos se mueven impacientes, pistolas en alto,
esperando mi señal.
Luna Etchezar. Veintitrés años. Mestiza. Acusada de
múltiples cargos: contrabando de bioimplantes, cirugía clandestina, posesión de
sustancias ilegales y resistencia a medicación obligatoria. Padece de
homosexualidad clase 3. Qué idiota. El Estado le ofrece una solución fácil y
gratuita a su problema, pero ella prefiere seguir con sus costumbres contra
natura. Es muy necia para admitir la perfección del Control Psicotrópico de
Decisión Sexual. Y para coronar su ingratitud, asalta clínicas, roba, trafica y
seguramente mata. El informe decía que regala los implantes en los barrios
negros. ¡Los regala! La Robin Hood de los repuestos protésicos. Una terrorista
de mierda.
El protocolo dice que debo anunciar en voz alta mi
presencia en su puerta. Pedirle que salga desarmada y con las manos en alto.
Recitarle sus derechos. Evitar la violencia física. Me cago en todo eso, esta
basura necesita aprender lo que es bueno.
Le doy la señal a Cheko. Él carga con todo su peso
contra la delgada puerta de madera, que se destroza en astillas. Los panchos
irrumpen gruñendo con los cañones en sus manos peludas, conmigo atrás.
Es un departamento insignificante, con un colchón de
una plaza, ropa desparramada, cajas vacías y un par de libros. Los blísteres
regados son más de los que puedo contar. Etchezar nos mira desde el baño,
inmóvil. Cepillo de dientes en la boca espumosa, una remera blanca y nada
abajo. Ver a la puta con la concha al aire y los pezones firmes termina de
enfurecerme. Alza las manos, desarmada, pero igual pienso hacerle daño. Guardo
la pistola y saco mi bastón paralizante, mientras avanzo hacia ella. No le doy
tiempo de reacción: golpeo su muslo derecho. El músculo se le agarrota y ella
cae con un alarido lleno de dentífrico. Le doy en el brazo, se le acalambra
también por el shock eléctrico. La agarro del pelo y le miro los ojos: amarillos,
con pupilas verticales, gatunos. Biomanipulación parcial. La hija de puta se
cambió los ojos que Dios le dio para convertirse en esta monstruosidad. Le
asesto un merecido tercer garrotazo, y los dientes salen volando entre espuma y
sangre, la cara tiesa.
Si mis superiores me preguntan por los golpes, diré
que fue resistencia al arresto e intento de fuga. Podría añadir agresión a un
agente del orden. No me quedaba otra opción, comisario De Biase. No se
preocupe, Stoupakis, seguro que esa mestiza se lo merecía.
Sin soltarle el pelo, la arrastro por el pasillo
hasta el ascensor del monoblock N-26, a la vista de un montón de mestizos
roñosos. Los tres panchos me siguen de cerca, y yo me pongo a silbar.
Parece que hoy va a ser un buen día.
Termina mi turno, enfilo a casa. Lo único que
detesto de mi trabajo: la comisaría está en una Zona 1. Les pedí mil veces que
me trasladaran por lo menos a una Zona 2, pero para eso debo cumplir todo un
año en la Fuerza.
Circulo apurada por la peatonal Florida, intentando
ignorar a transeúntes y mendigos por igual. Los vendedores ambulantes se
abalanzan para ofrecer cortezas de neuros, interactores, mascarillas de
oxígeno, tapones ensordecedores, peluches orgánicos y otras cosas del mercado
negro. Si quisiera, confiscaría todo a cada uno de ellos, pero hoy me siento
generosa.
Sentado frente a una armería militar, un linyera con
el torso desnudo desafina ante un micrófono. Lo tiene conectado a su brazo, al
igual que un arcaico televisor LED en el que asciende la letra de una canción
en cantonés. Debe haber trabajado en una empresa importante en su vida pasada,
o no se explicaría que lo intervinieran para convertirlo en un Cargador. Mi
padre solía ser uno; llegó a dar energía a toda una habitación con diez
computadoras. Ese fue su último día de vida.
Recuerdo que no almorcé y me meto en un McDonald’s,
sorteando a tres nenes mugrosos que piden monedas.
El local es una algarabía de adolescentes
interconectados en algún juego online. Gritan y se insultan, ojos en blanco y neuros
titilando. En eso, uno de ellos —rasgos asiáticos, pelo transparentado, overol
termoajustable— se petrifica. Llego a ver el cambio abrupto en su dinamismo. Al
mismo tiempo, sus colegas lo llaman entre agresiones, lo empujan.
—¡Conectate de nuevo! ¡Conectate! ¡Pierdo por tu
culpa y te mato, Vince.
—¡Dale, Vince, conectate! ¿Qué te pasa?
—Che, nos están matando a todos. Díganle al chino
que se despierte.
El muchacho parece sufrir muerte cerebral. Le paso
por al lado, me llevo por delante su hombro para testear si reacciona. Cero.
Está perdido. Cuando lo tengo ya a mi espalda, lo oigo balbucear:
—Hola, mundo.
Le resto importancia. Un loco más no va a retrasar
mi almuerzo.
Un dispenser robot me corta el camino. Me lee el neuro
con un parpadeo láser.
—¡Hola,
Brenda! Bienvenida a McDonald’s. ¿Querés llevar lo de siempre?
—Sí.
Me caen simpáticos los dispensers, al menos mejor
que los empleados humanos que había hasta hace un año. Andaban todo el día con
esas máscaras de payaso puestas, normativa de la empresa para que lucieran más
amigables. Era irónico oír una voz fatigada a través de un rostro sonriente de
plástico. Me ponían nerviosa.
El neuro-lector incorporado en el robot me
identifica como agente de la Fuerza, y por supuesto, no me cobra el pedido.
Expende la hamburguesa encerrada en una bolsa hermética. De un compartimento
superior saco un vaso grande de cartón plastificado. Adentro: un prisma negro.
—Dejá
derretir un minuto la pastilla y tendrás una Coca-Cola con hielo. Que lo
disfrutes, Brenda.
Salgo. La hamburguesa sabe mejor esta semana.
Cambiaron la receta a la pasta que usan de relleno. En vez del Yummy Punch de grasa porcina, salsa de
carne de oveja y huevo licuado, voy a comer un Killer Krust de almidón con piel crocante triturada. Es pura mierda
sintética, pero tampoco me interesa mucho. Me gusta, punto.
Devoro mi almuerzo en tres bocados y vacío el vaso
en dos sorbos. Lo dejo caer en un container donde me percato de que duerme una
familia entera.
Un operativo a diez metros frente a mí. Agente
Osvaldo Zalimben, alias Plomo. Parado junto a su Audi de la Fuerza, y con dos panchos
escoltándolo, mi compañero tiene a un mestizo arrodillado a sus pies,
paralizado por completo. Plomo saca su miembro inmenso y mea en la boca abierta
del detenido.
—A ver si salís a chorear después de esto, hijo de
tu madre.
La gente alrededor se amontona para mirar. Es obvio
que están filmando todo con sus neuros, subiéndolo en simultáneo a sus
respectivos rooms en la web. Plomo no
se inmuta; sabe que los videos no tendrán tono de denuncia, sino de
entretenimiento. Al verme, sonríe.
—¿Saliste hace mucho, Griega? —me pregunta, todavía
meando.
—Nah, hace un rato.
—¿Me esperás que termino con este y te acompaño?
—No, dejá. Terminá tranquilo. Te espero a la tarde.
Vuelve a sonreír. La orina rebalsa la boca del
detenido y cae sobre su ropa.
—Ahora tragátelo —le dice, riendo.
Deben ser las siete de la tarde. Estoy desnuda y
abierta, tocándome para humedecerme. El sol del atardecer atraviesa mi ventana
y mancha el cuerpo de Plomo, parado frente a mí. Además de pertenecer a la
misma brigada que yo, él es también mi compañero de cama asignado por la
Fuerza. Implementaron el sistema hace cinco años; toda brigada debe contener el
mismo número de agentes varones y mujeres para este fin. Se supone que ayuda a
la interacción y confianza entre nosotros. Me resulta bastante lógico. Si bien
Plomo es más hombre que el de hace tres meses, también es más agresivo. Tendré
que mantenerlo a raya todo el tiempo hasta que me asignen uno nuevo, dentro de
otros tres meses.
Se afeita de pies a cabeza desde que lo conozco.
Incluso no recuerdo haberle visto pestañas. Su cráneo gordo está clavado en una
espalda maciza, que sostiene dos brazos como cañones terminados en manos
tremendas. Los pectorales inflamados coronan un vientre sólido. En el torso
nadan sus tatuajes animados: una serpiente sale de una calavera y engulle una
rata, el escudo de la Fuerza Policial Ciudadana aparece entre dos rayos, una
mujer se desnuda en un lento striptease, el motor de un V8 vibra con cada
pistón moviéndose. Abajo: la verga. Llega hasta la mitad del muslo, y es tan
gruesa como mi antebrazo. Implante peneano con cirugía de extensión.
Le doy rec
a mi neuro y filmo todo. Le instalé una aplicación para subir el video a mi room en simultáneo mientras grabo con mis
ojos, ahorrándome un paso. Plomo se manosea el monstruoso pene, pesado como un
animal muerto. Separo los labios, ya mojada.
—Vení, chupame la concha —le digo, jugueteando con
el clítoris.
—¿Estás loca? Es un asco, yo no hago eso. Vení vos y
besá al amigo.
Me acerca el miembro flácido a la cara.
—Calmate un poco, que yo no soy tu novia —le
contesto.
Hace como que no me oyó, y mete lo poco que cabe en
mi boca. Saboreo su piel, la transpiración, incluso el esmegma. Me da una
arcada.
—¡Pará, carajo! —Me voy al baño y escupo.
—¿Qué te pasa, pelotuda? —pregunta Plomo, más
confundido que amenazante. Se posa en el vano de la puerta del baño.
—Que sos una bestia, eso pasa. Ni en pedo te vuelvo
a coger.
—Vos no me vas a hablar así.
Se acerca sólo un paso. Es verdad: es más grande que
yo. Podría matarme a golpes. A su novia le rompió la mandíbula en tres partes y
la dejó en coma seis meses. Pero no toma en cuenta que yo peso casi el doble
que su novia. Los deportes, las danzas y las artes marciales me tonificaron
hasta que la musculatura se tragó mis tetas. Tengo el cuerpo que muchos hombres
desean tener. Estoy orgullosa de ser una torre de pura fibra, y este ridículo
apenas está inflamado con esteroides e implantes.
Le pongo un codo en la tráquea y mi otra mano en su
nuca.
—Te movés un centímetro y te rompo la laringe,
basura.
Sus ojos se hacen esferas. De pronto no tengo a un
macho pronto a penetrarme. No dispongo de un toro lleno de testosterona para
llenarme de carne y semen. No hay acá un titán con intención de que esta
filmación valga la pena ser vista por todos los visitantes de mi room. Sólo
tengo a un nene asustado, cobarde y diminuto, rogando por su vida ante la
primera señal de peligro.
—Andate de mi casa. Vestite y andate.
Obedece en silencio. Deja atrás de sí una estela de
peste a sudor.
Una vez se va, me agarra un ataque de risa.
Es de noche. William se contonea por el
departamento. Yo le acaricio su lomo violeta, él ronronea y se frota contra mi
pierna. Se acercan Philip y Bruce, celosos.
—Tranquilos, chicos, no puedo atender a todos.
Philip gana terreno, hasta que domina mis caricias
sobre su pelaje verde. Bruce, el naranja, se rinde fácil en la búsqueda de
amor.
Me recuesto en la cama y suspendo mi mirada en el
techo, dejándome arrullar por el sonido del purificador de oxígeno.
En las entrañas del sueño, viajo a bordo de un tren.
Única pasajera. Atravieso praderas teñidas de poderosos colores. El cielo arde
con un sol puro que me acaricia con su calor. Llego a un túnel, y en la
oscuridad oigo voces susurrantes, gruñidos, lamentos. Al bajar la vista, me
percato de que yo conduzco la máquina. Las vías llevan directo a un precipicio,
y yo empiezo a reír. El tren acelera. Cae hacia el abismo, y oigo en algún
lado: «Quiero mostrarte el mundo».
Despierto aterrada, todavía desnuda y con los gatos
a mi alrededor. Me llega un ruido desde adentro de mi cabeza. Reviso el neuro:
cinco alarmas. Se me acumularon las pastillas. La de cpds, la de control natal, el antidepresivo, el hipnótico y
el analgésico. Mierda.
Me acerco al botiquín del baño y extraigo todos los
medicamentos. Consumo obligatorio, Brenda. Encima que te los dan de forma
gratuita vos te olvidás de tomarlos.
Los chicos me maúllan, hambrientos. Activo el
comedero automático y dejo que se encargue de repartir las raciones.
Entro a mi room
en el neuro. Quince mil personas vieron la discusión con Plomo. La
publicación no recibió tantos puntos como esperaba, pero es lógico: no cogimos.
Si hubiera habido sexo, mis puntos se habrían disparado. Reviso los
comentarios, casi todos en inglés. Un árabe me llama puta. Una israelí me
felicita. Un mexicano me sugiere ser más sumisa.
Me llega un video nuevo. De Plomo. Como si lo
hubiera invocado. La filmación es en primera persona: una práctica de tiro. Mi
compañero dispara una ráfaga de minigranadas con un arma rusa de nueva
generación. El blanco holográfico muestra el resultado: puntería 100/100. Sé
que es su forma de pedirme disculpas, y le doy cincuenta puntos y una ovación.
Me quedo mirando transmisiones del mundo. En un
canal de Osaka, el payaso cyborg Onigiri, disfrazado de samurai, simula ser
penetrado por un soldado estadounidense obeso. Cambio. Una publicidad alemana
promociona el nuevo modelo de Automädchen,
las esclavas sexuales ginoides. Cambio. Un documental de la bbc enseña que ya es posible cambiar la
estructura de la materia fecal para transformarla en nuevos alimentos. Esto
último me recuerda que no cené.
Hambrienta, me vacío una bandeja de suministros
sintéticos y me voy a dormir sin apagar la luz. La oscuridad me da miedo.
Mi día libre. Qué liviana me siento sin el uniforme.
Llego al bar, subo y encuentro a Chiara sentada ya a
una mesa en la terraza, leyendo. Me ve acercarme y sonríe, dejando de lado el
libro con el título en kanjis. Su neuro —en la sien izquierda— tiene una nueva
corteza con forma de criatura extraterrestre. Seguro algún personaje de esas
películas antiguas que ve. Lleva la cabeza afeitada, con espejitos del tamaño
de una uña incrustados desde la frente hasta la nuca. Cada vez que se mueve, su
cráneo destella. Los ojos pigmentados alternan en cada parpadeo, de violeta a
verde, luego a rojo y de vuelta al violeta. Su remera blanca luce dos agujeros
para que asomen sus pezones rosados. El pantalón negro, abierto en la
entrepierna. No trae puesta ropa interior, y la vulva muestra un piercing
pequeño con forma de cobra plateada. Es normal que exhiba orgullosa sus nuevos
genitales. Al darle un beso, detecto su perfume a cereza.
—¿Cómo estás, linda? —me saluda.
—¿Esa es tu forma de referirte a una agente de la
ley?
Se ríe.
—Vi tu peleíta con Plomo. Qué chafo está ese tipo.
¿En serio te lo tenés que porkear hasta octubre? ¿No podés pedir otro tieso?
Me enferma el dialecto de la nueva generación. Si no
conociera a Chiara, la estaría corrigiendo a cada neologismo. Me aguanto y
callo.
—No, es el reglamento. Igual puedo estar con otras
personas, eh. No es algo exclusivo. ¿Vos cómo estás?
—Bien, estoy con algunos problemitas de neuro. Tengo
que mandarlo a arreglar.
—¿Por qué?
—Para mí que tiene un virus. Anoche me soltó la
frase «Quiero mostrarte el mundo». Muy weird. ¿No te pasó a vos?
—Me parece que sí, ahora que lo decís, pero no estoy
muy segura. Anoche me dormí y escuché algo así. Me suena a algo que harían los
Tardígrados. Tené cuidado con los archivos que abras.
—¿Los Tardígrados? ¿Me estás prankeando? ¿No los fusilaron
hace como un año? Ese operativo medio xeno que terminó apareciendo en todos los
rooms.
Me acuerdo de eso. Se había rastreado la señal hasta
el subsuelo de un bar en una Zona 1, y esos preadolescentes quedaron
convertidos en coladores ante la tormenta de proyectiles. El más viejo tenía
dieciséis años.
—Sí, fue una limpieza bastante torpe, pero parece
que no eran todos. En este último año estuvo habiendo varios casos de hacking
bastante jodidos. El método es el mismo que usaban los Tardígrados: sabotear
cuentas de empresarios y banqueros, propaganda anarquista, siempre con el
loguito y el slogan. Pero yo te digo lo que son de verdad: una manga de
delincuentes. Lo peor es que el departamento de informática de la Fuerza
todavía está muy atrás.
—Claro, tendrías que aliarte con alguno de ellos, o
sobornarlo, para que te ayude a atraparlos.
—¿Con alguno de quiénes? ¿Los Tardígrados? ¿Estás
loca, Chiara? Yo no voy a permitir que un hacker me ayude. No me importa si es
por una buena causa. Igual, no es asunto mío. Yo sigo las instrucciones que me
corresponden y colaboro con la sociedad dentro de mis capacidades. El hacking
para los hackers.
—No vas a cambiar nunca, Griega.
Al volver del bar, las nubes transpiran. En cuanto
la garúa se clava en mi cara, me pongo la capucha y la abrocho a mi cuello. Las
gotas no vuelven a tocarme.
Recorro la avenida Corrientes en dirección al
Obelisco.
La zona comercial.
La lluvia se intensifica y canta una melodía
desafinada sobre los techos, los cables, los autos. El metal, el plástico y el
cristal se empapan, y los peatones se calzan las capuchas. Los vehículos dejan
rastros mojados en el pavimento, rompiendo la superficie en gotitas. Cuando
pasan por los pozos y baches, se desprenden olas que arrancan insultos de los
transeúntes.
A mi lado se materializa un castor antropomorfizado
con ropa deportiva y cara de imbécil.
—¡Guau! ¡Qué
falta de vitaminas estoy detectando! Seguro no probaste el nuevo yogurt sabor
extra-sweet onion con stevia by La Serenísima, ¿no? Claro que no, porque si lo
hubieras probado, nunca...
Oprimo cerrar
en el borde del holograma. Si dejás que una publicidad se tome la confianza,
puede llegar a seguirte hasta tu casa o a donde vayas.
Alzo la vista y me deleito con la visión: un dragón
oriental navega por el aire, con la marca Sony
tatuada en los costados; una nave espacial persigue a otra entre los edificios,
para dar paso al título de una película de ciencia ficción; una mujer con
guardapolvo entrega sonriente un blíster de Lexotanil
a dos niños, que toman gustosos con un helado.
Admiro el espectáculo sin ignorar el gentío y los
puestos callejeros acumulados ilegalmente en la vereda. Muchos vendedores
cubren desesperados su mercadería, temerosos por que la lluvia se la arruine.
Otros dejan que el agua siga su curso, impertérritos. Me acerco a uno de ellos.
—Caucho.
Me mira como un perro que fue descubierto cagando en
la alfombra.
—Brenda. ¿Qué hacés por acá?
—¿Qué pasa? ¿No puedo pasear por Corrientes?
—Sí, no, qué sé yo, más vale. No sé. ¿Cómo estás?
¿Todo bien?
—No te pongas nervioso. No voy a confiscarte nada si
te comportás.
Caucho no se tranquiliza con mis palabras. Bajo la
lluvia, su pelo largo queda hecho algas sobre la cara juvenil. Piel azulada,
resultado de su abuso de Médula de Ángel, que lo hace temblar, reír, llorar y
enfurecerse en momentos arbitrarios. También escuché que quita el sueño por
completo y hasta las sensaciones táctiles. Si Caucho tuviera un poco de
malicia, podría ser muy peligroso bajo ese estupefaciente.
Veo la mercancía: interactores neurales de
imitación. Los originales cuestan diez veces más y son difíciles de conseguir.
Pero los originales no provocan tumores cerebrales ni aneurismas.
—¿Qué se te andaba ofreciendo? —pregunta mi amigo.
—Hoy pasó el Yacaré, ¿no?
—¿Quién?
—Un tipo con escamas, pigmentado de verde, cara de
trastornado.
—Ah, sí, me dijo que ibas a pasar.
—Ya sé que te lo dijo. Si no estuvieras todo el tiempo
con la Médula tendrías la cabeza más en la Tierra.
Me río para que reconozca la broma, pero él rompe en
llanto. Los puesteros a ambos lados ni se inmutan, seguramente acostumbrados a
estas escenas.
—Bueno, bueno, calmate un poco, era un chiste —le digo.
Cesa el llanto de golpe, y se pone a reír.
—Pero qué lindo día, ja ja ja. Me encanta la lluvia. Y qué bueno que estés pasando, Brenda... Es Brenda,
¿no? No te reconocí sin el uniforme. ¿Estás más flaca? Sí, ahora me acuerdo que
pasó el Yacaré. Me dijo que te dejaba este paquete y que después se contactaba
con vos —me entrega un paquete pequeño en envoltorio de papel plástico, como
recién sacado del materializador—. Pasate más seguido, ¿dale? Nos tenemos que
juntar a tomar algo.
—Sí, dale. Nos vemos, Caucho. Saludá a tu mujer y a
los pibes.
Vuelve a llorar sin consuelo. Me alejo, sabiendo que
ya no necesito hablar con él.
Llego exhausta a casa. Enciendo el purificador de
aire y saludo a los chicos. Mis bellezas tricolor, mis únicos amores. Maúllan
hambrientos, pero no puedo atenderlos aún. Prioridades son prioridades.
El mail me lo envió el Yacaré esta mañana, cuando yo
estaba haciendo la redada al departamento de Etchezar. Decía:
8r3Nd4, |-|€R∏0sA, T 4(0r|)áZ d |\/|1?
α K |/|o $48é5 Ʌ k13n Lº6rÉ ©oȠ74kTᴧᴚ... Ƨí, @d1˅I~As7Ʃ. x ƒi|/|, πO?
C q τ∆R|)é 1 |>o(0 Eⁿ kº|\|Zε6μ:ЯT3 !nƒƟ, Ԁ€r0 Lα
73πgº. sǝ |)øNd3 Ʃz+à \/ᴉViεȠδO, Ɔo|/| QƱ¡éN, d k τᴚɅβ4Ja. 70Dº.
t 5;ᵷuE !n+3Я€s@N|)o¿
Ƨ1 Ʃs 5ì, T dεJÉ 1 ®364Lº (Ɵn |/|μe$7Rø α∏:go ǝπ
çO|\/|ùN. №s V3m0z δeL o+ᴚº £@D0.
En su arrogancia debe haber creído que me costaría
leer un mensaje en leet. Como si fuera tan difícil.
Abro el paquete como una nena en su cumpleaños y le
saco el precinto a la caja que tiene adentro. Al abrirla, hallo un blíster que
contiene un interactor. Este es original, se nota. Parece un langostino blanco,
con sus nervaduras dando relieve a la superficie de plástico. Diez dendritas,
cinco en cada punta, sirven para conectar a los diferentes orificios del neuro.
Extraigo el interactor del blíster. En cuanto lo
enciendo, las dendritas se erizan en un espasmo, y luego quedan moviéndose de
manera suave, como tentáculos. Lo conecto a mi neuro, en la sien derecha. Un
voltaje en forma de escalofrío me patea el cráneo. Un zumbido. Migraña intensa...
Y al instante, todo eso se va. Corroboro la reacción del interactor con mis
funciones neurales, reflejos, percepción, razonamiento. Todo óptimo: sinapsis
realizada con éxito.
Se abre la ruta paralela y encuentro al Yacaré. En
la proyección interactual, tengo a mi contacto sentado frente a mí. Cambió
mucho en estos largos años. Mediante biomanipulación se modificó los ojos para
que parecieran los de un reptil. El pelo se lo peinó en rastas con cilindros de
acero a intervalos pequeños; cada una simula una vértebra de pelo y metal. La
piel escamosa exhibe dermopigmentación de un agresivo color verde oscuro. Las
escamas son implantes sintéticos. Lo que más me llama la atención, sin embargo,
es su atuendo: traje negro, camisa amarilla y corbata negra.
—Yacaré —lo saludo, sin ocultar un tono gélido.
Me sonríe con dientes afilados. Pobre chico, lo que
hace para llamar la atención. Típico eterno adolescente que nunca se reconcilió
con sus padres tras huir de casa.
—Hola,
hermosa. Tanto tiempo.
—Lindo traje. ¿Sos empresario ahora?
—No,
mi amor. Sólo me visto bien.
Le dedico una sonrisa condescendiente.
—Bueno, vos me ibas a dar algo de información.
—Epa,
epa. Tranquila. ¿Por qué no disfrutamos del reencuentro? Por cierto, me gusta
ese corte que te hiciste, pero es muy estricto. ¿Qué pasó con tus rulos rojo
furioso?
—Furiosa me voy a poner si no me decís lo que me
prometiste, Yacaré. No te olvides que tengo tu ubicación y cinco petas de
expediente.
—A
nombre de otro. No podés conservar una misma identidad por mucho tiempo si te
dedicás al intercambio ilícito de información. Pero todo sea por una noble
causa.
—Sos un hacker de mierda. No te hagas el mártir ni
el héroe. Me tenés cansada.
—Uy,
qué pena que te tenga tan cansada. Te iba a dar todo lo que sé sobre tu novia...
perdón, exnovia. Cierto que ahora estás “en tratamiento”, ¿no? ¿Cómo se llama?
Control Psicotrópico de Decisión Sexual, o cpds,
para abreviar.
—¿Vos me llamaste para esto? Por lo menos hago algo
para estar mejor y ser útil a la sociedad.
—Formar parte de la sociedad es un fastidio, pero estar excluido de ella es una tragedia, dijo Oscar Wilde. Otro gay.
Tengo que controlarme para no desconectar el interactor e incinerarlo.
—¿Vas a hablarme de Sasha o no? —Trago un bloque de saliva. —Por favor.
—Uff, cómo te cuestan esas palabras. Sí, mi amor. Claro que te voy a dar la info de tu novia. Es toda tuya. —Está a un movimiento de hacerme el envío, cuando se detiene. —Pero quiero que recuerdes algo: esta información es tan ilícita como todo lo que toco. Por eso el interactor. Para tener una ruta alterna, lejos del neuro y los rooms. Sasha se portó muy mal, te guste o no, y sos vos quien la salvó de una buena temporada en el infierno. Y todo a espaldas de la Fuerza. No te olvides: soy yo el que te está haciendo el favor.
—¿Qué me estás queriendo decir, idiota?
Yacaré me regala una sonrisa puntiaguda y se ajusta la corbata.
—Nos vemos, agente Stoupakis. Disfrutá de Sasha.
Mi contacto se evapora.
Frente a mis ojos, petabytes de datos se
decodifican. Las fotos 3D, los videos, las imágenes satelitales, las
direcciones, los dígitos de neuro, el room, el expediente completo, incluso la
historia clínica. Tengo a toda Sasha conmigo de nuevo. Mis gatos me rodean en
un abrazo familiar.
—Si no vas a decir nada, por lo menos poné música,
¿no? —me dice Plomo.
Podrían haberme asignado a cualquiera del escuadrón
para patrullar. Incluso podrían haberme puesto con un pancho. Nunca pasa nada
cuando patrullo, no había necesidad de esto.
Sin esperar a que le responda, toca el parabrisas de
su lado y se despliega la lista de funciones. Da play a la radio. Yo enfoco la vista en la calle, el
velocímetro, los peatones, el cielo sucio.
—¿Me vas a decir qué te pasa? —Su pregunta colisiona
contra mi silencio—. ¿Es por el otro día?
—¿A vos qué te parece?
—Si yo no hice nada —contesta, como un nene.
—Pero bien que querías, ¿no? Si yo no te frenaba iba
a terminar desfigurada como todas las minas que te garchás.
—Uh, dale, qué rencorosa. Hoy a la noche voy y te
hago unos mimos, así se te va esa cara de orto.
Vuelvo a ignorarlo y presto atención a la radio.
—Seguimos con
los clásicos de los años dos mil, los diez y los veinte, en radio Ucronía. Cada
día reviviendo el pasado. Ahora con Lynyrd Skynyrd: Mississippi Blood.
El título de la canción me impacta como si alguien
gritara mi nombre. Por instinto, muevo la cabeza hacia los parlantes. Vuelvo a
concentrarme en el camino.
—¿Podés cambiar? —le pregunto a Plomo, tratando de
que no sospeche nada.
—No. Vos me dijiste que ponga música, yo puse
música. Ahora te jodés.
—Yo no te pedí nada.
—No me contestaste cuando te pregunté. Eso es como
pedírmelo.
Trato de mantenerme calma. Tranquila, Brenda, es una
canción, nada más. Pero cuando llega a She’s
a lipstick stain on a burned cigarette se me cierra la garganta.
—Por favor, cambiá la radio, dale.
Plomo sube el volumen.
Una canción no es una persona. No debería afectarme.
Se me nubla la vista.
—¿Qué hacés llorando, pelotuda? —escucho en el
asiento del acompañante, muy lejos.
Y entonces: un pitido. Un alfiler atravesando mi
cerebro de oreja a oreja. Grito, volanteo en una convulsión, Plomo ladra un
«¡Controlate!», el auto derrapa, el chirrido de los neumáticos, mi cabeza, mis
oídos, el pitido. El neuro. Algo le pasa a mi neuro. De pronto, el mensaje:
—Quiero
mostrarte el mundo —susurra una voz de mujer, demasiado familiar.
Chocamos.
Una semana de rehabilitación. Reconstrucción de
tejido muscular en muslo derecho. Exoesqueleto mecánico para la movilidad.
Analgésicos inyectables. Test de reflejos, de vista, de oído, y tres
psicotécnicos.
Cuando estoy del todo recuperada, me informan que
Plomo hizo un reporte detallado del accidente. Al parecer, antes de perder la
conciencia dije «Hola, mundo».
El neuro se frió con el virus Tardígrado; los
antidepresivos son lo único que me impide quebrarme.
Viernes a la noche. Plomo ronca a mi lado. Conecto
el interactor a mi nuevo neuro, y paso las fotos 3D, una por una. Disfruto el
suplicio.
Acá estamos juntas en el Domo Subacuático de
Centroamérica, visitando la sumergida Panamá; los tiburones pasan sobre
nuestras cabezas, dos nenes se persiguen entre ruinas bien conservadas de la
ciudad, los turistas avanzan en procesión desordenada. En una imagen de otro
álbum, yo visito a su familia en la casa-pajarera de Neuquén. En otra foto,
ambas cogemos con nuestras pieles cubiertas de rasguños, mordiscos y sudor.
Miro el último video de la lista. Lo grabó con sus
ojos. La filmación me muestra a una Brenda atiborrándose de carne ante la mesa de
un restaurant. Recuerdo bien ese lugar, era nuestro espacio para hablar de
nosotras. Mi yo del video, con esa melena roja de rulos salvajes, no para de
mirar a cámara, o sea: a sus ojos. La contemplo como borracha, o enamorada. La
miro con la certeza de que, en cuanto se fuera de mi vida, un pedazo de mí se
pudriría. Pero también hay otra cosa en mi mirada: tristeza.
Me acuerdo de esa noche. Pero el recuerdo no llega
lo suficientemente rápido como para que pueda detener la filmación a tiempo.
—¿Me
vas a decir, entonces? —pregunta mi pasado a cámara.
La grabación enfoca el plato: cinco descarnadas
costillas de oveja, restos de grasa, tres rodajas de papas con provenzal y un
charco de jugo amarronado. Se toca las manos. La pulsera que se ilumina con
cada latido, la que le había regalado hacía unas pocas semanas. Mira a un
costado, mira de nuevo abajo, y por fin, a mí.
—¿No sentís
como que esto no está yendo a ningún lado?
Mi cara se trastorna enseguida.
—¿Cómo? —digo.
—No
te digo que hayas hecho algo malo. Ni bueno. No sé. Es difícil de explicar.
—Intentalo.
—Bueno
—suspira—, son
muchas cosas. No sé. En primer lugar, ya no me gusta esto de andar jugando a
las escondidas. Llega un punto en que una no quiere seguir ocultando su
relación. Digo, si alguien se entera nos van a hacer tomar drogas, tratamiento
psiquiátrico, evangelización, todo eso. Y la verdad que no tengo ganas ni de
una cosa ni de la otra.
—Pero
muñeca, se puede resolver. No es para tanto. Hay formas de estar juntas. Digo,
podemos irnos a otro lado...
Detengo el video, con la cara empapada. Ya sé cómo
sigue, no necesito volver a verlo.
Apago el interactor y me lo saco. Me acurruco junto
a Plomo.
—Salí, pelotuda. Hace calor.
Quedo bocarriba, mirando la oscuridad plana, hasta
que me duermo.
Una nueva notificación a mitad de la noche. La luz
roja titilando y el sonido zumbante me sacaron de cuajo de un sueño demasiado
abstracto.
Un mail con remitente anónimo. Al abrirlo, sólo
encuentro una palabra: interactor.
¿Será el Yacaré? No puede ser, no le debo nada a él.
Aunque eso que me dijo no se fue de mi cabeza. ¿Querrá que le pague algo más de
lo que arreglamos? No, él no trabaja así. Cuando al fin me decido por conectar
el interactor, veo al misterioso remitente...
El corazón se
me para en seco.
Abro un mensaje de once páginas. Es su forma de
escribir, habla de cosas personales que sólo nosotras conocemos, hay disculpas
y acusaciones, hay sarcasmo, hay autoofensa. Hay Sasha, en cada palabra. Es
evidente que el Yacaré le mencionó mi búsqueda, hasta es seguro que ella misma
le haya dado todos sus datos por propia voluntad. Y ahora la tengo acá,
conmigo, proponiendo una tregua, una amistad, un paso adelante. Dice que ya no
tenemos que estar muertas la una para la otra.
También me pide disculpas por arruinar mi neuro.
Apago el interactor y lo revoleo a las sombras de mi
habitación, furiosa.
Mediodía. El sol carboniza el aire, tan espeso que
apenas entra en mis pulmones. Un camión repleto de bolsas con cebollas levanta
una polvareda en la calle de tierra. A cada paso que doy, un crujido me
acompaña, y levanta una nube pardusca en el piso seco. En las veredas crece un
pasto moribundo. Pateo un bidón vacío de gasolina. Hay montones de basura
enterrada por el polvo, sobre todo botellas. Atisbo en una esquina un monte de
neumáticos, tal vez de la altura de una persona. Los escombros regados dan
indicio de demoliciones o derrumbes en el pasado. Piso por accidente un cascote
y casi me caigo. De vez en cuando, pasa gruñendo un destartalado vehículo con
costras de barro.
Barrio negro. Una maldita Zona 0, tierra de nadie.
Lo que se llamó Puerto Madero hace décadas, hoy es un vertedero de trenes,
monorrieles, coches y toda la tecnobasura que resultó tras la propagación de
los neuros: monitores, televisores, celulares, prácticamente todo dispositivo
que tuviera pantalla. Y de paso, lo peor de la ciudad. Clínicas clandestinas,
centros de prostitución, tiendas de tráfico de drogas ilícitas, de prótesis, de
órganos clonados, de personas. Acá la ley no suele llegar. Todavía se consume café,
alcohol, energizantes, tabaco, marihuana, cocaína, heroína, lsd, adrenocromo, chucho, pingüino, bosta
y Médula de Ángel. No hay Control Psicotrópico de Decisión Sexual, los partos
se hacen sin aprobación oficial ni registro, se practica la biomanipulación. Y
casi nadie usa neuros, salvo los líderes de los clanes más importantes.
Tuve que venir en colectivo hasta esta área de
Buenos Aires, olvidada por Dios. No pienso mostrarme con el patrullero, podría
ahuyentarla.
Acá es donde me citó Sasha. Supongo que como prueba
de buena fe, o sólo para provocarme. Sea como sea, cumplí, y ahora estoy
exactamente donde acordamos: la puerta de un Kentucky Fried Chicken abandonado.
Llegué, mi amor.
—Levantá las manos —oigo atrás de mí. Lo hago. —Date
vuelta.
Lo hago. Un tipo con barba enmarañada por la mugre, me
apunta con un rifle tan anticuado que podría desarmársele en las manos. Me
palpa apenas, con miedo. Lo dejo hacer su número.
—Andá adentro —me ordena, señalando la tienda
fantasma.
Entramos y bajamos hasta el subsuelo.
Tras abrir una puerta, la veo. Y uso toda mi fortaleza
para no derrumbarme en una escena patética de llanto. Ella no me dice nada.
Sonríe, como siempre sonrió. Nos abrazamos muy fuerte, como para que nuestras
carnes se suelden. Y ahora sí lloramos. Toneladas de discusiones,
malentendidos, furias y silencios se caen abajo. Ya no importan los motivos que
nos alejaron. Nos tenemos de nuevo, y es hermoso.
—Turbina, ya fue, no me va a hacer nada. Rajá de
acá, dejanos solas —le dice Sasha al tipo, quien obedece.
—Te extrañé —llego a soltar, rezando por que no lo
haya escuchado.
—Y yo a vos, Bren Bren.
Me besa. Es cierto lo que se dice: los reencuentros
con un ser amado nos hacen apreciarlo todavía más. Le devuelvo el beso. Nos
enredamos, nos humedecemos, luchamos. Es el beso más ardiente, más verdadero
que di en mi vida.
Al separarnos, seguimos con regueros bajando de
nuestros ojos.
—No me quiero imaginar todo lo que hiciste por mí
—susurra, agarrándome de la cara. —Venir para acá, a pesar de... bueno, de
todo. No estaba segura de que todavía me quisieras. Es más, pensé que estarías
enojada conmigo. Como que estabas haciendo un gran sacrificio.
Le acaricio el cachete, sin despegar mis ojos de los
suyos.
—Sí, muñeca. Hice un gran sacrificio —le regalo un
segundo beso. —Plomo, bajá.
Un disparo revienta el aire allá arriba.
—¿Qué...?
—Sasha Selene Villarreal, estás arrestada por
tráfico ilegal de información, violación de privacidad, piratería informática,
duplicación de identidad, generación voluntaria de identidad falsa y activismo
con el grupo criminal Tardígrados. Asimismo, también se le acusa de cese
voluntario de consumo de farmacéuticos de uso obligatorio. Tiene derecho a
guardar silencio. Todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra. Si no
dispone de un abogado, el Estado le proveerá uno.
Los pasos de mastodonte anuncian a Plomo bajando las
escaleras.
—¿Terminaste con esa pelotudez de los derechos?
Quiero irme a la mierda de acá.
—Sí, ya termino. Andá subiendo al auto.
Plomo vuelve a subir.
Ya no oigo. Apenas la miro, sólo para colocarle las
esposas. Se retuerce en mis brazos, me escupe en la cara, insulta. La arrastro
escaleras arriba, y salimos de este subsuelo lleno de olor a cosas viejas y
llenas de polvo. Debe haber estado muy encerrada, quiero mostrarle el mundo.
Comments
Post a Comment