Capítulo 7 de Agente
Las
nebulosas fosforescen con fulgores policromáticos: rorschachs cósmicos. En mi
flotación me acerco a una estrella. Siento una paz absoluta, pero no confío.
Por primera vez soy consciente: estoy soñando. Lejos de sentir alivio, me
preocupo más. Si sé que sueño, puedo decidir cuándo despertar. O por lo menos,
eso escuché. Sin embargo, no puedo, por más que quiera. Necesito salir de acá.
No quiero sentir ese miedo de nuevo. Por favor, Brenda, despertate. Un
escalofrío me araña la piel. Despertate. Siento su presencia, atrás de mí, es
algo que no llego a entender. Despertate. No quiero darme vuelta, quiero estar
en casa. Despertate.
—¡Griega,
despertate!
Abro los ojos, entumecida de pies a cabeza.
—Che, pelotuda,
despertate, dale.
En mi desesperación por recuperar la movilidad empiezo
a sacudirme en la cama. Respiro agitadísima. Auxilio.
—Bueno, si no me
contestás, jodete. Sos vos la que queda mal con el jefe.
—Ah... aghaaaahh...
Regreso a la vida. Los músculos, poco a poco, vuelven
a responder. Me siento en la cama a esperar que se normalice la respiración.
Miro la hora: 5:15.
—¿Brenda?
—insiste la voz de Plomo en mi neuro.
—Sí, imbécil, estaba durmiendo. ¡Mirá la hora que es!
—¿Me atendiste
dormida? —se ríe. —Vení a
la dependencia y enterate, pelotuda. Dale que nos perdemos la joda.
Tengo un estupendo presentimiento, y no tardo en
vestirme, alimentar a los chicos y llegar a la comisaría. Me resumen la
situación: desde la madrugada se lleva a cabo una manifestación en la zona
fabril de Barracas. Necesitan todos los refuerzos posibles: hay protestantes
armados. Por fin, me hacía falta algo así.
Si el uniforme común es pesado
de por sí, el antidisturbios es un tanque. El exoesqueleto nos cubre enteros;
si no tuviéramos los nombres escritos, no podríamos identificarnos, salvo por
la voz y quizá la estatura. No hace falta verles las caras para adivinar sus
sonrisas. Yo también sonrío: hacía semanas que no nos mandaban a una movilización.
—Qué lindo —dice Leiva, moviendo los brazos como si
nunca hubiera tenido.
—Síiiii —dice Pernumian.
—Me aprieta un poco la poronga —se queja Plomo.
—Jodete por operártela, pelotudo
—contesta Chávez, y un par se ríen.
—Yo esta joyita no me la saco más —comento.
—No, yo menos—ríe Leiva.
Cada uno revisa su equipo. Articulaciones,
placas protectoras, visores, transmisión, baterías y armamento. El uniforme
responde como una parte más de mi cuerpo: la fascia de nanoconductores, casi
una segunda piel, funciona perfecto. Suministro de oxígeno para emergencias,
ajuste automático de temperaturas entre los -30º y 50º, incremento de fuerza en
un 35%, visión de 280x60, además de protección contra virtualmente todo,
sistema de navegación inteligente, detector de estabilidad emocional. Acá
adentro soy indestructible. Va a costar sacármelo sin deprimirme.
Una pena que todavía no podamos
usar munición letal para estos casos, pero el surtido de no-letales nos va a
garantizar un buen momento.
Adentro del camión reconozco los nombres: Mayra
Centurión, Marcelo Batista, Claudio Higa, Alejandro Vega, Paulina Santoro,
Fernanda García y Ludmila Brest. A mi derecha: Plomo; izquierda: Ott. Recuerdo
haber tenido roces con Brest hace unos meses, y Vega parece recién sacado de la
escuela primaria. Pero bueno, ninguna familia es perfecta.
—Che, no me dejen atrás como la vez pasada, eh —dice
Higa.
—Si vos te quedás atrás no nos eches la culpa —le
contesto.
—Acá no dejamos a nadie atrás, ¿estamos?
—Callate, Vega.
—¡Vos callate! Acá tenemos que trabajar en equipo,
¿estamos juntos en esto o no?
—¡Dejate de mariconear!
—Ay, miren a Zalimben, qué valiente.
—Chupame bien la poronga.
Me abstraigo un poco, lo suficiente para concentrarme.
Cuando practicaba Kung Fu hacía lo mismo: ponerme en estado de alerta, activarme.
Jugueteo con las manos. Extraño mi Shikracku.
—¿Lo subimos al room?
—Ya estoy en eso.
Por fin, el vehículo se detiene. Nos habla Rojas desde
la cabina del conductor.
—Pueden proceder.
Salimos, armas en alto.
Barracas, la zona fabril. Los colosos de ladrillo y
metal vomitan humo a un cielo putrefacto. El smog no deja ver. Neumáticos de
camión arden sobre el asfalto. Ajusto el visor para ver a través del humo, y
los distingo ya desde lejos: miles de fabriles de ambos sexos y de todas las
edades, tocando tambores, coreando canciones de protesta, entrechocando tubos,
martillos, tablones y utensilios de cocina. Mutantes de mierda. Noto sus pieles
pardas, que parecen de cuero, con cabezas y rostros lampiños, ojos minúsculos
preparados para ver entre el smog, posturas chuecas, encorvadas, rostros tapados
por máscaras de gas, barbijos, antiparras, pañuelos. El negro y naranja en sus
banderas. Algunos sostienen pancartas, pero no me interesa leerlas; ni sé de
qué se trata la protesta. Ya voy eligiendo a quién dispararle primero.
Varios reporteros se desparraman por el campo. Drones
de noticias sobrevuelan, y de vez en cuando alguno se acerca para hacernos un
primer plano.
Formamos al instante una muralla,
y desde atrás, avanzan las mulitas. Los tanques cuadrúpedos pasan entre
nosotros, imparables, con sus gruesos cañones disparando las Buenosayres. Hacen
que el gas lacrimógeno parezca desodorante. Las adoro. Los manifestantes se
dispersan al segundo, tratando de protegerse, tosiendo, vomitando, agarrándose
las cabezas.
Nosotros todavía no nos movemos. Sólo las mulitas. Sé
que es menos divertido así, pero se supone que no deberíamos divertirnos en estas
circunstancias. Sólo «controlar la situación». Yo veo conejos, y a nosotros,
sabuesos esperando a que les suelten la correa.
—Terreno ablandado, gente. Pueden proceder —oigo desde mi neuro.
Avanzamos. La marcha es sincronizada, como si
hubiéramos ensayado. Avanzamos. El metal martillando el concreto a cada paso,
mirada al frente, armas en alto. Avanzamos.
Cuando hallamos a un fabril aturdido, lo alzamos y
arrastramos hasta alguna de las camionetas. Si alguien nos revolea alguno de
sus proyectiles, le disparamos con balas Isulas. El químico quema una vez que
penetra en el cuerpo, y arde por horas. Veo que un agente alza a una mujer
desvanecida y posa: lo filma un dron de noticias. El reportero le pide otra
pose. Otro dron pasa frente a la muralla que somos, y de vez en cuando alguien
saluda al Icey.
Avanzamos. Oigo tiros y explosiones lejanas, nada que
suceda acá. Hay tanto humo que me resultaría imposible respirar o ver sin el
equipo.
—Che, Griega,
¿la estás pasando bien? —es Plomo.
—Sí, Plomito. Muy bien. ¿Vos?
—Obvio. Pero
quiero darle a alguien. Esto está muerto.
—Ya vamos a encontrar algo, tranquilo.
Una explosión nos interrumpe: la mulita que tenemos
adelante revienta. Ambos conductores caen bañados en fuego. Y de pronto, ya no
nos reímos tanto.
Como cinco drones rodean el vehículo, reporteros se
acercan para comentar y opinar a los Iceys, los agentes se apagan las llamas,
revisan el tanque, dicen algo a los periodistas y éstos se alejan, con caras
satisfechas. Al acercarnos, nos enteramos: el motor de la mulita levantó demasiada
temperatura; falla del sistema de refrigeración. Al parecer, hace meses que
nadie revisaba el vehículo. Nos reímos.
Al formar de nuevo la muralla, nos bajan la orden de
quedarnos quietos. Y yo me quedo mirando a esas lauchas fabriles mestizas mutantes
de mierda. Cómo huyen, cómo agitan sus armas primitivas. En el calor de la
batalla se envalentonan y nos tiran cosas. Desde algún lado, una botella se
parte en un agente, que ni parece enterarse. El agresor es acribillado por
Isulas desde tres rifles. Cae retorciéndose. De entre el humo, una nena desnuda
corre, llorando, con quemaduras y hollín. Un agente la alza y se la lleva. Más
ecos de disparos. Un fabril está por lanzar una molotov, pero le disparamos a
tiempo para que la bomba explote en él mismo. El espectáculo es hermoso. ¿Y
ese? ¿Qué hace con una metralleta? El gas Buenosayres le saca todas las ganas
de revolución.
Avanzamos.
Poco a poco, toda la mugre se dispersa, dejando atrás
sus pancartas y su valentía de cartón. Piensan que esto se acaba, que pueden
huir. Que lo intenten. Nosotros no terminamos de impartir disciplina. Quienes
buscan un hueco entre las formaciones son golpeados por los disparos de las
mulitas. Avanzamos a través del humo, entre escombros y casquillos, pisando
fuerte, implacables. Una chica que no tiene ni quince años se acurruca contra
una pared, tiembla, y uno de los muchachos le asesta una patada tal que hasta yo,
a esta distancia, oigo las costillas romperse. Todo parece transcurrir en
cámara lenta. Las molotovs se terminan, las granadas caseras se terminan, las
armas, descargadas, inútiles, se dejan caer para dar paso a una huida igual de
inútil. Algunos fabriles, confundidos, no atinan a cambiar de camino, a seguir
sobreviviendo, como los animales que se petrifican por el pánico ante un depredador
a quien no pueden burlar.
Nos acercamos a los pocos que todavía se atreven a
moverse y los neutralizamos. La misión concluye, y cada uno carga o arrastra a
su presa, y volvemos a reír, a contarnos los detalles, a darnos consejos.
Nos quedamos contemplando el aire negro, a los últimos
manifestantes retirándose, despejando el área. Diez minutos después nos retiramos
nosotros también, victoriosos.
Comments
Post a Comment