Primer capítulo


1.
Golpes atrás. Trato de ignorarlos; miro al frente mientras el patrullero nos lleva a la dependencia. Se siente raro estar de civil en un vehículo de la Fuerza, casi tan raro como no manejarlo. Pero el arresto me dejó molida, y no puedo concentrarme en nada. Además, confío en el sistema de navegación de Pappo. Entretengo las manos quebrando un Shikracku; el cubo de bastoncitos se rearma, lo destrozo, vuelve a su forma, lo aplasto con ambas manos, queda como nuevo. El crujido del juguete se mezcla con los tronidos en el asiento del acompañante, a mi derecha: Plomo no para de hacerse sonar las articulaciones. Cuello: Truk-truk. Esternón: Clok. Nudillos: Proak-proak-clak. Sonríe como un nene al que dejaron comer helado antes de cenar. El motivo de su sonrisa me sigue pateando el asiento. Activo el comunicador:
—Cese de inmediato. Única advertencia.
Si la ventana de acrílico que nos separa no fuera a prueba de sonido, la escucharía puteándome. Hago lo imposible por no volver a mirarla a los ojos. Un nuevo golpe.
—Qué quilombera tu novia, eh —dice mi compañero, sonriendo.
Subo el switch y la cabina de atrás recibe una descarga. No más golpes.
—No es mi novia, cortala —le contesto.
—Ojo, yo no discrimino. Es más, a las enfermitas así me las co...
Lo interrumpo de una trompada. Mis nudillos cortan sus labios y se raspan con los dientes; ambos sangramos.
—¡Qué hacés, che, yo no hice nada! —contesta, agarrándose la boquita. Un metro ochenta y cinco, ciento diez kilos, dos años en la Fuerza Policial Ciudadana y es un cachorro. No le respondo, y él tampoco vuelve a hablar. Sin música, sin charla, sin patadas en mi asiento, sólo el crujido del Shikracku. Así quiero estar por un rato, al menos hasta que lleguemos a la comisaría.
Estamos saliendo de la inmunda Zona 0; escombros, basural, ruinas, el barrio negro más inhabitable. La Muralla Madero ya está a la vista. Los neumáticos esféricos de Pappo arrastran cascotes que pudieron ser parte del Puente de la Mujer, las Torres Le Parc o cualquier cacho de la Costanera. Me encantaría ver esta cloaca hundirse por completo en el Río de la Plata. A la salida de la Muralla, la barrera se levanta en cuanto nos identifica como parte de la Fuerza. Pasamos junto a cuatro efectivos de Prefectura. Nos saludan, y conforme avanzamos se los traga la distancia.
El paisaje no mejora. Salir de la Zona 0 implica pasar por la Zona 1. Los monoblocks exhiben sus ventanas multiplicadas al infinito, recortadas en esas paredes chatas, descoloridas, con arcaicos purificadores de aire mal colocados. Las viviendas de chapa, ladrillo, madera reciclada y aluminio se apretujan y superponen, unidas por puentes cada tantos metros, allá arriba, cada vez más arriba, hacia un cielo apenas visible por la telaraña de cables tendidos.
Se oye una confusión de acentos: cubano, panameño, colombiano, venezolano, ecuatoriano, paraguayo, peruano, mexicano. Encima hay que soportar idiomas incomprensibles como francés senegalés, árabe sirio, lenguas bereberes diversas, mandarín y coreano. Las lauchas. Se merecen el apodo. Salen y entran de sus madrigueras, se cuelan entre callejones y pasillos, caminan por los techos, por los puentes de madera y soga, por las escaleras que hicieron con sus propias manos deficientes. Vampiros. Sanguijuelas.
En persianas y paredes, símbolos de distintos clanes, tatuados con aerosol fosforescente, tinta lumínica, ácido nítrico, láser. Abundan los caracteres arábicos, compitiendo cada vez más con los kanjis. Y la bandera negra y naranja pintada en la fachada de un banco. Seis congoleños con las caras pintadas de azul miran desafiantes hacia nosotros. Cada uno porta una metralleta. Uno les hace una seña a los demás, y avanzan. El auto —¡estúpido!— se para en un semáforo. Autos inteligentes las pelotas; nos van a hacer mierda.
—¡Pappo, ¿qué hacés?! Arrancá, la concha tuya.
El patrullero obedece y por poco aplasta a una embarazada. Habría sido una menos, y encima evitábamos que dejara cría.
Acercándonos al Microcentro, empiezan a bombardearnos los estímulos visuales y sonoros. Una pantalla publicita el nuevo Lovelydry, el aerosol secante vaginal. Presenta a una mujer siendo penetrada de sorpresa por un semental inmenso, ella con mal actuado gesto de placer, el slogan Seca te gusta más. Otra pantalla: cinco participantes vestidos de animales en el programa Todo por la guita atraviesan una pista de obstáculos: Número 7 —la coneja— corre sobre vidrios molidos para salvar a un bebé de una trampa dentada; le quedan cuarenta segundos antes de que el dispositivo se cierre. El premio para el primero en superar los tres niveles es de seiscientos cincuenta vales —poco más que un sueldo mío, pero asumo que para esa gente es mucha plata—, además de dos boletos para la Arena de Gladiadores y una sesión de cirugía artística a elección. Se abre frente a nosotros un holográfico paquete de regalo, anunciando un descuento en TenderToys.
El hedor penetra en el patrullero: fritura de oveja, salchicha rebosada, grasa quemada, aderezos aceitosos y Jugo OK mezclado con alcohol etílico. La música da tantas náuseas como el olor: un revoltijo de vronka, chacarumbia, puke y rap cuartetero.
—Pappo, pará acá un segundito —ordena Plomo.
Miro hacia donde mira él: un mestizo flaco se acerca tambaleándose ante el chiflido de mi colega.
—¿Y? —le pregunta Plomo al muerto.
No habla. Plomo le chasquea los dedos.
—¡Eu, ¿me escuchás, ladilla?!
El otro reacciona a medias. Es evidente que estuvo masticando chucho o fumando bosta, no sólo por el olor característico de ambos estupefacientes, sino porque tiembla como si estuviera en Ushuaia. Apesta a roña y pis.
—Sí, sí. Acá la tengo, perame. —El flaco le da un fajo de pesos viejos.
—No me vas a cagar, ¿no? —Guarda los Feos sin contarlos. —Ya sabés cómo es esto si falta algo.
—Noooooooo, calma, pa. Ahí está todo.
—Volá. —Cuando el flaco se aleja lo suficiente, Plomo le grita: — ¡Ah, y buenas ventas! —Mira al tablero del auto. —Arrancá, Pappo.
Nos ponemos en marcha de nuevo.
—Se nota que a vos te sobra la guita, Griega, para que no agarres esto.
—Gano un buen sueldo, Plomo. No necesito nada de un tipo que vende a sus hijos por internet. ¿De Biase sabe de esto?
—¡Cómo no va a saber! ¿Te pensás que me deja hacerlo porque me quiere mucho?
—Me importa un carajo si te quiere el comisario, imbécil. Seguí con estos laburitos y te vas a comer una suspensión tremenda si alguien de más arriba se entera. Con el agravante de que yo también quede pegada por cómplice.
—Ay, son unas lauchas vendiendo sus lauchitas. ¿Qué te pasa? ¿Te puso sensible el arresto de hoy?
—¿Podés dejar de hablar un minuto? ¿Me hacés el favor?
Se queda calladito, saca los Feos del bolsillo y los cuenta. Yo retuerzo tanto el Shikracku que tarda unos buenos segundos en rearmarse; lo tiro en la guantera. Una publicidad me salta al neuro: Brenda, ¿todavía no tenés una cuenta en Alpha Nemea? Probá un mes gratis. 1163 amigos tuyos ya lo están jugando. ¡Sé parte de la batalla más grande de la historia! No puedo liberarme del spam por más barreras que le ponga.
La ciudad retumba con un estruendo, el eco rebota entre los edificios, las palomas se desparraman en bandadas. Sonó del lado de San Telmo; no es nuestra jurisdicción como para preocuparnos, será algún clan dejándole un mensaje a otro. Que se maten en zona liberada y nos ahorren el trabajo.
Al fin llegamos a la comisaría. Ahora viene lo más difícil. Trato de prepararme, pero alguien está demasiado ansioso.
—¿Te vas a quedar mucho meditando? Dale, ayudame con el bulto.
—Ya voy, no me presiones.
Bueno, Brenda, hacé que dure lo menos posible.
Salimos del auto y la sacamos, babeante y temblorosa. La descarga la hizo mearse encima. Arrastramos el peso muerto hacia el edificio. Mientras, redacto el acta de procedimiento en el neuro:
En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a los dieciocho días de Mayo del año 2035; siendo la hora 11:37, yo, agente Brenda Stoupakis, mientras desempeñaba mi función de oficial en servicio, recibí una llamada anónima vía neuroconector de persona de sexo indefinido, informando que en Martha Salotti 445 (local abandonado de Subway) se estaban efectuando operaciones ilícitas relacionadas a piratería informática por parte del grupo Tardígrados. Una vez informados, el agente Osvaldo Zalimben y yo nos trasladamos al lugar en una unidad de la seccional. En Olga Cossettini al 1600, descendí del vehículo y continué a pie. Al llegar a la locación a las 11:44 horas, fui apuntada por un masculino, no identificable vía reconocimiento facial de neuroconector, que cargaba un rifle Winchester, quien me instó a descender al subsuelo del local. Aquí me encontré con Sasha Selene Villarreal, miembro activo del grupo Tardígrados, a quien aprehendí luego de leerle los derechos. Al mismo tiempo, el agente Zalimben se presentó en el lugar. Nos retiramos del establecimiento con la detenida para llevar a la dependencia, toma de datos y arresto en calabozo hasta obtener permiso del fiscal para detención en un penal.
En la oficina de guardia, Cabrera nos recibe con una sonrisa. Deja una lámina de acetato sobre el escritorio.
—¿Qué me traés, Stoupakis? —pregunta el ayudante de guardia a través de los dientes cromados. Su sonrisa arruga todas las cicatrices de acné.
—No le preguntés que te puede trompear. Hoy se levantó brava —le responde el subnormal de Plomo, a quien le disparo una mirada que lo hace bajar la vista al piso.
Cabrera registra en el libro de guardia la entrada de la nueva detenida.
—Bueno, adelante, nomás.
Arrastro yo sola el cuerpo inconsciente de Sasha hasta los calabozos: Plomo se queda atrás, charlando con Cabrera. Me recibe Alférez, el oficial de servicio, que revisa a la detenida y le retira sus pertenencias. De paso, aprovecha para manosearla bien. Tras incautarle una caja de cigarrillos, un fajo con al menos dos mil pesos feos, dos anillos y un encendedor, procede a desinstalarle el neuro. Una vez despojada de sus pertenencias, la llevamos a la leonera. Está apartada de los demás detenidos, que aúllan con sólo olfatear una hembra. Si la dejara con ellos, la usarían hasta partirla en dos. La odio, pero a nadie odio tanto. Deposito a la detenida en el catre; le dedico un último vistazo, y cierro la puerta.
Ahora, a llamar al fiscal y esperar que decida si es imputable. Por suerte, desde el nacimiento de la Fuerza las cosas son más rápidas. Si no, todavía estaríamos esperando la orden de allanamiento. Aunque si fuera por mí, a estas alturas ella ya estaría en un buzón en Ciudad Penitenciaria. Me encargo del acta con la mayor rapidez posible. Llamo al fiscal, le doy el reporte, la declara imputable por robo, y nos despedimos.
Hoy noto especial movimiento en la dependencia: nos traen nuevos panchos para reemplazar a los caídos de este mes. Los chimpancés modificados caminan erguidos, mirando a su alrededor, reconociendo y memorizando el terreno. De momento andan desnudos, hasta que se les asignen uniformes junto con sus dietas, ejercicios y entrenamiento correspondientes. Uno en particular me clava de soslayo los ojos humanoides, temibles.
Se me acerca un dispenser y me ofrece agua; vacío tan rápido el vaso que me ahogo. Ahora que la ración per cápita se redujo a medio litro diario, tengo que aceptar cualquier ración extra que se me ofrezca.
—¿Viste las fotos?
Termino de toser mientras me doy vuelta: el agente Tacio Turano me observa con sus ojos muertos, cansados, y una mueca expectante.
—Acabo de llegar, Turano, no me jodas.
—¿Pero las viste o no las viste? Las subí anoche, ya me las comentaron en Buenos Aires, Puerto Madryn, San Rafael, Santiago de Chile, dale, decime, ¿las viste?
—¡Turano, a ver, querido, no estoy para tus boludeces, ni para las fotos de tus órganos, que ya me tienen un poquito cansada! Tenés una obsesión con tu hígado.
—No, no son de mi hígado, son de Ídolo, ¿no te enteraste? Estaba en mi barrio, cagando a palos a tres mestizos que le quisieron robar a una flaca. Saqué las fotos desde mi neuro y las subí al room. Fue anoche. ¿En serio no las viste?
—¡Me importa un carajo lo que haga Ídolo, estúpido! ¡Dejame tranquila que me quiero ir a la mierda!
Turano se me queda mirando impasible desde su metro noventa, como esperando otra respuesta. Me desespera.
—Dejala tranquila que está sensible —le dice Plomo desde mi espalda. Me doy vuelta y le empujo bien fuerte el hombro. Es imposible derribarlo, pero al menos le hago notar mi enojo.
Si hoy no fuera viernes, me iría directo a casa. Necesito una superficie donde apoyar mi espalda, y una siesta de dos días. Pero es cierto que no puedo desentenderme de mis obligaciones. Voy a la oficina del comisario De Biase, donde me encuentro con su secretaria, Nicole. El uniforme de fibra de pluma le sienta como parte del cuerpo, y se mueve con la gracia de una bailarina. Los labios carnosos, pintados de lila con vetas doradas, se fruncen en un beso constante. Despide un aroma a durazno y ajo tan estimulante que, por un incorrecto segundo, me hace sentir una desviada.
—Buenas tardes —saluda, y amaga con un beso del que se arrepiente enseguida.
—Hola, Nicole. ¿El jefe?
—Salió a una reunión en la fiscalía, va a estar ahí un rato. ¿Vos qué tal?
—Bien, vengo a buscar el informe. Si me lo podés entregar...
Vuelve al escritorio y revisa una pila de acetatos. Las láminas negras podrían confundirse con radiografías. Tarda un siglo en encontrar la que tiene mi nombre.
—Acordate de firmarlo cuando lo termines —me sonríe.
—Ya sé, no llevo dos días acá.
Me extiende el informe de la semana; se lo recibo de un tirón.
A la familia de la Comisaría 27:
Es un placer dirigirme nuevamente a ustedes en una semana llena de novedades tan positivas. Seguimos haciendo de este mundo un lugar, en el que el valorar la Vida por sobre todas las cosas, nos hace más dignos del respeto ciudadano, además de estar constante e ineludiblemente del lado de la Ley, que nos hace los elegidos para defender a los débiles. Esta semana se han logrado varios cometidos positivos.
En primer lugar felicitar a la agente Mayra Centurión por haber ganado el torneo de Krav Maga el sábado pasado. Es un honor tener a tan valiosa guerrera en la comisaría 27 y en la Fuerza. En segundo Lugar, habiendo todos cumplieron sus funciones semestrales como dicta el reglamento según el Programa de Familiarización Profesional, los agentes Axel romero y Lara Quintana, serán asignados como compañeros de cama de Leila Toscano Sosa y Mauricio Leiva respectivamente. Lo mismo para Germán Vázquez y Anahí Muñiz, asignados a Beatriz Chávez y Renato Orgeira.
Por desgracia, no son todos son buenas noticias, debido a que lamentablemente hay que también marcar las malas para que todos aprendan paulatinamente, de lo que más importante es respetar a la Fuerza, y esto significa respetar el reglamento ya por todos conocido. Tal es el caso del Oficial Ramón de Benedictis que fue suspendido sin goce de Sueldo por haber cesado voluntariamente el consumo obligatorio del tratamiento de CPDS. Que no se tome en serio el control Psicotrópico de Decisión Sexual hace que nuestra amada Institución, quede des-prestigiada ante el resto de las seccionales y autoridades, por lo que se les recuerda a quienes están bajo tratamiento que valoren el Privilegio que están gozando. Por otra parte, el agente Gerardo Molinari fue sancionado por no haber activado el grabador de su neuro durante en el horario laboral. Se les recuerda la grave que es esta falta, causante de un sumario y hasta de suspensión, dado que es imprescindible la grabación y la transmisión en forma simultánea, de cada día, para mantener el correcto control y funcionamiento de la Fuerza.
Se les recuerda que el próximo viernes (25 de Mayo) se hará un asado en el Tiro Federal Argentino, al que están todos más que invitados, para compartir y celebrar, en Familia, el nuestro día de la PATRIA. Quienes vayan a asistir, tíldense en la lista adjunta en el archivo adjunto.
Buena semana, y Dios los bendiga.
Firmo el acetato, lo entrego a Nicole y salgo.
Hoy no hay niebla. Muchos civiles tienen ataques de tos o estornudos. Yo misma tengo la garganta lacerada por las partículas de metal y vidrio en el aire, los ojos arden. Además, ya siento los primeros signos de fatiga muscular y ósea. Quiero estar en casa y tomar mis pastillas.
Enfilo hacia el subte, a cinco eternas cuadras. Selecciono música en el neuro. La lista empieza bien, basada en mis gustos y previas reproducciones, con una canción de Adam’s New Pet, pero no estoy de ánimo para el ukelele, el acordeón, el piano y las flautas. Necesito algo más fuerte, algo furioso pero melódico. Cambio. Suena Choleoptera Harmonics, y me deleito con el compás acelerado del didgeridoo electrónico y las voces masculinas. La música me abstrae de la multitud que se aprieta en mi camino.
Peatonal Florida, infestada las veinticuatro horas por la Plaga. Pordioseros malviven en sus campamentos improvisados —desde carpas hasta estructuras de pallets, cartones, frazadas y lonas—, atisbo adentro. Lámparas, colchones, braseros, chatarra y otros deshechos los ayudan a subsistir. Los veo envenenarse con todo lo que se fuma, desde tabaco hasta bosta. Se amuchan alrededor de changuitos de supermercado al fuego, donde cuecen tortillas de arroz o calientan cacerolas con chaskada. Sentada a la puerta de un edificio de departamentos, una linyera se abraza, meciéndose; recita: «Si estás tan apurado, ¿por qué no volás? Comprate un Squickie ¡y olvidate del tránsito! Con Chernobytas, llevate a la boca el placer más extremo. Ahora Kojima da un paso más. Presentamos la nueva Kojima industrial. Que tus paredes sigan limpias». Nadie le hace caso, yo tampoco.
Al llegar a Córdoba, entre el tráfico apretado distingo a tres aguateros. Trasladan a pulmón la inmensa carreta, doblada bajo el tanque de fluido turbio. En cuanto ven agua estancada en la canaleta, alguna botella semillena abandonada, e incluso charcos de pis, acercan sus émbolos y chupan el líquido, que viaja hasta el tanque para luego ser llevado a reciclaje. Sus cuerpos con protuberancias, desnutridos, me provocan una arcada.
Por la peatonal, los mestizos se mueven en parejas o en grupos, con sus horrendos rostros de ojos rasgados, sus pieles negras o pardas o cetrinas, buscando transeúntes desprevenidos. Una pena que esté de civil. Si tuviera puesto el uniforme, todos, todos, se harían a un lado cuando yo pasara. La gente respeta el uniforme. Teme al uniforme. Yo misma me siento custodiada por Dios. Tengo en mis manos el poder de quitar la vida o perdonarla. Cuando me ven de policía, vuelven a meter las manos en los bolsillos, cambian de dirección, miran vidrieras con cosas que jamás podrían interesarles, guardan objetos, esquivan mi mirada. Si hubiera que arrestar a cada sospechoso de delincuente, media Buenos Aires terminaría en Ciudad Penitenciaria.
En medio de la peatonal, la gente lucha con los dispensers de comida instantánea, bebidas en lata, snacks y golosinas; más de la mitad están fuera de servicio, apagados o destrozados a golpes. Me acerco a uno y compro tres Dopa-Crunch. Necesito un poco de dopamina sintética para esta noche, después del día que pasé. Al lado de mí: dos nenes abren los envoltorios de sus caramelos Chatbot; al tragarlos se ponen a hablar con voces robóticas, y ríen. Me recuerda a cuando mis hermanos y yo robábamos el chocolate del cajón de las golosinas, en casa. Sabíamos que nos metíamos en un problema tremendo, pero eso no nos impedía seguir haciéndolo, las caras y las manos embarradas y pegajosas. Lo único que compartía con los tres.
Llego a la boca del subte y bajo hasta el andén, sorteando madres que mendigan con bebés harapientos, inmundos. La basura apelmazada en el suelo hace que mis pasos crujan o resbalen; tropiezo con los restos de un bidón, piso vísceras de rata o paloma, camino sobre bolsas de consorcio con sus contenidos desparramados. El andén apesta a cloaca. Pasan cinco trenes, cubiertos de grafitis y atiborrados de gente, y los dejo seguir con la esperanza de que el próximo esté más libre. Subo al sexto, igual de repleto.
Como la música no me basta para aislarme de la muchedumbre, también pongo las noticias. Un nuevo ataque de Bomber Man, en el barrio de San Telmo, se cobró ciento veinte víctimas, cincuenta y cinco de ellas fatales. Estoy por ampliar la información, cuando oigo un disparo; el estrépito estalla metálico, y algunas cabezas se agachan por reflejo. Vino del final de la formación. Mierda. Este día no se va a terminar nunca. Juro que por un segundo se me ocurre ignorar la situación, pero no soy esa clase de persona. Y mucho menos, esa clase de policía. La puta madre, qué bien me vendría el uniforme. Por suerte, tengo mi Beretta.
Avanzo como puedo entre la gente. Un obeso hace el mínimo esfuerzo por moverse. Una embarazada duerme en el fuelle entre dos vagones, paso sobre ella. Ahora oigo: es la voz de un chico, alrededor de diez años; suena familiar. Me apuro. Voy encendiendo el grabador del neuro.
—Te ‘toy hablando, pato. Ahuevá la croncha, ‘ale, grinto.
Sí, definitivamente es él. ¿Por qué tiene que venir a joder justo al tren que yo tomo? Parece a propósito. Llego al vagón y abro bien los ojos: todos los pasajeros con las caras mirando al piso, aunque no todos echados. Muchos parecen ensimismados con sus neuros, apenas conscientes de lo que pasa. En medio del pasillo: Pico sostiene una nueve, tan pesada para sus bracitos que lo desequilibra. Apunta a un hombre que le entrega el contenido de su billetera. Pendejo de mierda. Lo apunto con la Beretta y me hago notar.
—Soltá eso, Pico.
Me mira con ojos enrojecidos, llorosos. Sonríe con sus dientes podridos. Las rastas le llegan hasta las piernas. En el torso desnudo exhibe tatuajes rudimentarios, cicatrices y rasguños, un moretón reciente en las costillas.
—Eh, Griega, un tumbo astro te parchaste —me dice.
—¡Soltá eso, Pico, la puta madre!
Ahora va a dejar caer el arma y a pedir disculpas, como hace siempre. Intentará explicar que no quiso asustar ni mucho menos lastimar a nadie. Tal vez aclare que el disparo lo tiró al techo para hacerse oír. Y yo voy a mandarlo a casa, y a dejarle una advertencia a su madre.
Pico levanta el arma y me apunta.
—No trabé’ si no va’ petardea’.
Disparo. La bala perfora su hombro, y la explosión separa brazo de torso. Una serpentina de sangre enchastra a cinco pasajeros, que se miran asqueados. El brazo se pierde en la multitud. Pico cae con un ruido sordo: Pomp. El llanto se intercala con un grito rasposo. Pateo el arma, la alejo de su alcance.
Tenía que hacerlo. Estaba grabando todo, Piquito. No puedo perdonarte que me apuntes si yo estoy armada. Te lo advertí, hay testigos. No debería preocuparme. Y sin embargo, un corset de hierro me estruja el estómago, la garganta, no puedo ni tragar. Pido una ambulancia y un móvil con el forense. También le informo al jefe; no se lo va a tomar bien. Voy pensando en labrar una nueva acta, ya resignada a que no llego a casa pronto.

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